El pasado domingo, 21 de mayo, por la tarde pude vivir una pequeña celebración Eucarística. Personas de todas las edades nos reunimos en la sala parroquial para compartir nuestra fe y dar gracias a Dios por el gozo de sentirnos familia cristiana. Una celebración que me transportó en el tiempo y me hizo vivir la experiencia de aquellas primeras comunidades cristianas que se reunían para compartir el pan y el vino.
Una tarde cargada de buenos momentos donde la palabra del Evangelio, los cantos, las reflexiones en grupos pequeños y las aportaciones de cada cual de los presentes serían la luz de este momento. Una alegría serena que me invadió al sentirme acompañado en la fe. Una fe que nos hace acoger el día vivido como un hoy de Dios.
El domingo fue un descubrimiento de cada uno de nosotros, de sentir a través de la mirada del otro que estamos creados para avanzar en comunidad y andar juntos en busca de este Dios que es amor. No estamos solos, nos tenemos los unos a los otros. Aquel que comparte y vive para Dios, distingue una realidad inaudita: todos nosotros somos seres habitados por una presencia, con la cual Cristo inunda nuestras vidas. El Evangelio nos invita en sí mismo a una bonita esperanza que nos hace avanzar hacia una sencillez de corazón y, al mismo tiempo, hacia una sencillez de vida.
La celebración del pasado domingo fue eso: vivir el Evangelio en su frescura primera. Jóvenes, hombres y mujeres alrededor de una mesa y compartiendo la alegría de sentirnos amados.
A todos vosotros GRACIAS.
David Hernández
